La tierra prometida
o la escritura corporal de Chantal Maillard


LOLA NIETO









En Contra el arte y otras imposturas, Chantal Maillard escribe:

Tal vez sea preciso callar. No añadir más palabras a las ya expandidas. O tal vez urdir otro inicio. Decir, por ejemplo:

En el principio era el Hambre. Y el Hambre creó a los seres para poder saciarse. Y el Hambre era la muerte, para los seres. Inventaron remedios, buscaron curarse, pero el Hambre dijo odiaos y luchad unos contra otros, para poder saciarse. Y el Hambre introdujo el hambre en los seres, y los seres se mataban entre sí, por causa del hambre. Y el hambre era la muerte, para los seres.
   
El hambre, sin duda, se conjuga de muchas maneras. No parece que quepa, hoy en día, otra poesía más que la que diga el hambre. Y el terror. La desolación y la extrañeza. Que lo diga para que nos reconozcamos en ello. En comunidad. Con las cosas. En las cosas. Cosas, también, nosotros. La identidad colgándonos del hombro como una chaqueta raída.
Luego, como un personaje de Beckett, atender al balbuceo, como mucho.
Sobre todo, atender al silencio, ese silencio: la callada inocencia recobrada, antes del logos, el no saber cargado de compasión por los seres que viven con su hambre. (2009a: 156)

El poema del hambre, que para Chantal Maillard debería ser la poesía de nuestro tiempo, traza el hueco de una religión invertida: no une anudando sino deshaciendo lazos. Propone reconocernos en lo que no hay y en lo que tampoco había. Desde la orfandad que compartimos nos convoca para decirnos que nuestra herida –la condición de estar vivos aquí y ahora, vivos para morir– sólo se alivia con el cuidado mutuo. Lejos de apuntar a una metafísica externa más allá de las palabras, lejos de buscar el virtuosismo de una lengua sobrecargada por virguerías técnicas y métricas de orfebre, el poema hoy, para Maillard, debería ser un refugio, un cobijo, un pequeño nido momentáneo, fugaz y caduco, tejido por la retórica mínima inherente al lenguaje en cuanto sistema representacional. El poema, así entendido, no se erige entonces como una obra artística. Crece, por el contrario, como un gesto concreto y funcional. Chantal Maillard se propone recuperar el sentido del arte antes de su institucionalización, el sentido, por tanto, homeopático, curativo, mágico, cohesionador e incluso mítico del poema: ser un flujo comunicativo, un gesto del que brota la compasión como vínculo entre las personas. En este contexto, el artista en cuanto individuo creador queda relegado por una voz que se entiende neutra, colectiva y, por ello, corporal y orgánica: como un grito. La identidad de la voz, en un grito, se diluye. Un grito puede ser la voz de cualquiera. Por eso, la voz que grita desde el poema del hambre, es decir, la renovación de la palabra poética o más bien la recuperación del sentido del arte tradicional en la palabra poética contemporánea que defiende Maillard, implica finalmente el empeño por salvar la distancia entre el lenguaje y la realidad, entre el arte y la vida. De ahí que la escritura de la poeta trate de romper los límites conceptuales, sintácticos y gramaticales del lenguaje para concederle una dimensión corporal, metamórfica, viva y cambiante. Las palabras son metáforas o cuerpos abiertos en constante relación con otros cuerpos o, lo que es lo mismo, signos que atravesando distintos contextos y marcos comunicativos adquieren significados provisionales y transitorios, acordes a la situación fugitiva que los crea. El hambre hace de la palabra movimiento: pintura viva y sentido vivo. Trata de efectuar en el lenguaje un giro en contra del propio lenguaje, agrietando la esencia racional que la tradición platónica y judeocristiana le ha concedido. La escritura de Maillard es una reacción estética, social y política frente al paradigma occidental en el que surge. Uñas que arañan la propia piel. El poema del hambre que Maillard procura decir convierte su escritura en palabra sin yo y compasiva, desdoblada y repetida, finalmente, aliteraria y gestual. Aunque es cierto que en varios de los últimos libros de la autora estas características se podrían registrar, creo que es en La tierra prometida donde se radicalizan. Por eso voy a centrar mis reflexiones en torno a este poemario.

En 2009, Chantal Maillard publicó La tierra prometida, un libro formado por un único poema torrencial que se extiende a lo largo de más de ochenta páginas, sin pausas ni puntuación. La escritura se articula mediante una yuxtaposición de adverbios que se repiten y entre cuyas series de iteraciones se intercalan, escritos en tinta roja, nombres de animales en peligro de extinción. La autora denuncia una situación alarmante y catastrófica: cada año miles de animales mueren, desapareciendo las especies a las que pertenecen, víctimas de otros animales, los humanos y nuestro modo de vida antropocéntrico e insostenible. Maillard advierte y denuncia que, en un sistema donde la vida de todos los seres está íntimamente relacionada, como las arterias, venas y capilares de un único organismo, la desaparición de una especie es una fisura, una herida, el inicio de la desaparición de otras especies y, por tanto, el principio de nuestra propia desaparición.

El poema empieza así:

tal vez aún apenas sea posible nunca tal vez
aún apenas sea posible nunca tal vez aún
apenas sea posible nunca tal vez aún apenas
sea posible nunca lobo tal vez aún apenas
sea posible nunca tal vez aún apenas sea
posible nunca tal vez aún apenas sea posible
nunca tal vez aún apenas sea posible nunca
musaraña tal vez aún apenas sea posible
nunca tal vez aún apenas sea posible nunca (2009b: 7)

Teniendo en cuenta este particular inicio, la retahíla de versos que caen repetidos y se extienden hasta el final del poema, quizá cabría preguntarse: ¿es La tierra prometida un poemario, sigue siendo su escritura la de un poema? Para mí la respuesta es evidente: no. Pese a tener la forma de libro y una disposición en verso, su escritura desborda el concepto de género poético. Es imposible efectuar una lectura individual y en silencio de La tierra prometida, como es habitual hacer hoy con los libros de poesía. Por el contrario, su escritura no pide ya ser leída sino ser dicha y pronunciada en voz alta o, lo que es lo mismo, ser encarnada, interpretada y escenificada. La tierra prometida, por todo esto, casi podría considerarse una apuesta performativa alejada de los cauces literarios aunque, sin embargo, próxima a los dispositivos del arte contemporáneo e, incluso, a los de la antigua poesía oral o litúrgica.

En este marco se debe entender la ausencia de un sujeto en la escritura y el surgimiento de una voz compasiva. Maillard no habla en La tierra prometida. No encadena sentimientos ni pensamientos atribuidos a su subjetividad. Precisamente, se deshace de ella, desaparece su yo en el ritmo y la cadencia del lenguaje. De hecho, es muy sintomática la falta de verbos en primera persona. Si no hay ningún verbo pronunciado desde un yo, tampoco hay yo. Maillard escribe, pero su escritura ya no se sostiene en los verbos sino en los adverbios. Y el adverbio, etimológicamente, es lo que va hacia el verbo, lo que está antes del verbo (el logos) y lo matiza, modifica, cambia y transgrede. Así pues, la escritura desverbada y adverbiada de Maillard conlleva, en primer lugar, la deconstrucción gramatical del sujeto y, en segundo lugar, la desestabilización del sentido puesto que el matiz adverbial rasga el significado y la integridad conceptual. En un poema de Hilos, un libro anterior, Maillard ya había escrito: “lo más importante es el Casi. Para / descompensar. Para imperfeccionar. / Y que algo se mueva.” (2007: 88). El casi es una brecha. El adverbio es un agujero por donde se abisman los conceptos, los sentidos heredados y cerrados para así poder decir otra vez, decir de otro modo el mundo que, al pronunciarlo, construimos. A este respecto, afirma Maillard en una entrevista:

El virtuoso es un artista cuyo arte consiste en engordar al en detrimento del nos que el buen poeta ha de cultivar dentro de sí. Sus composiciones son deposiciones de yo. El poema es otra cosa. Es un oído atento. A lo otro que hay en lo que se percibe. Lo percibido anterior a su formulación. Para formularlo de nuevo, qué duda cabe, pero con sólo el in-dicio, lo in-decible por decir apenas sugerido. Pasar entre las formas como un animal entre la hierba, quedando tan sólo la fragancia en su pelaje. Una fragancia es un ritmo, un color, una vibración en curso. Por lo que a mí respecta, aspiro a ser humilde aprendiz de ese animal. Llegar al poema como quien vuelve de caminar por el monte con la chaqueta mojada, y la pone en el fuego y humea, y aspira ese humo. ¿Qué palabras serían ésas? (en Borra, Giordani y Gómez, 2010: 2)

¿Qué palabras serían esas? Casi-palabras o balbuceo. El balbuceo casi-articula, casi-dice, casi-calla, casi-gime: grita despacio. El balbuceo es casi-lenguaje y, por ello, casi-animal. El balbuceo es ir con la palabra hacia el animal. Y eso hace precisamente Maillard en La tierra prometida. Balbucea, animaliza su voz, rebaja el logos del lenguaje consiguiendo una lengua apenas racional y discursiva, por el contrario, agrietada, rota, sonora, corporal en su musicalidad, vibratoria. Y mediante esa tensión musical y corpórea se identifica con los animales que aparecen, ya que sólo menguando la presencia del sujeto se puede convertir la palabra en un tamiz, un catalizador, un abrevadero, un espacio de confluencia. La escritura, entonces, funciona como una inmensa metáfora, un lugar donde las cosas se encuentran y se tocan, perdiendo su identidad. La escritura o la voz de Maillard en La tierra prometida es una membrana, un gesto empático y compasivo. Comparte, justo por eso, un parecido poderoso, en intención, con los haikus. Bashô, considerado el primer poeta en componer estas minúsculas estrofas, dijo: “Si quieres dibujar o cantar tus poemas sobre los pinos y bambúes, aprende de ellos. Y aprende quiere decir unirte a ellos. ¡Hazte tú un pino y un bambú…!” (en Lanzaco, 2003: 126). Hosomi era el nombre que recibía en la estética zen del haiku esta extraordinaria capacidad de compasión que Bashô describe. Hosomi es, salvando las distancias culturales, el cum-pathos griego o lo que en India había recibido el nombre de karuna que, igual que hosomi en Japón, se consideraba el estado emocional por excelencia del poeta. En un artículo incluido en El crimen perfecto, uno de los primeros libros que Maillard dedicó a la estética india, la autora se ocupa del sentido de karuna y desvela su importancia en la poesía india a través del mito de Vālmīki. La referencia es importante porque la compasión en la escritura de Maillard es un préstamo de este estado estético de la tradición india:

Cuenta Vālmīki, en la primera parte del Rāmāyana (Bālākanda, II), que, yendo por la orilla de un río, se encontró con una pareja de pájaros krauñca apareándose en la rama de un árbol. En ese instante uno de ellos, el macho, cayó traspasado por la flecha de un cazador y la hembra emitió un grito desolado y terrible. Aquel gritó penetró en el corazón de Vālmīki, quien experimentó (o así lo creyó) el mismo dolor, la misma desesperación que provocara el grito del ave. Hasta tal punto se halló lleno de compasión, que el dolor estalló en sus labios en forma de poema. La expresión mediata de tan intenso padecer brotó ritmada, y así fue, según relata el mismo Vālmīki, como surgió en él la expresión poética. El desbordamiento emocional producido mediante empatía había hallado camino en la palabra poética, unión de logos y musicalidad. (1993: 85)  

Desde esta perspectiva, la poesía sería el resultado lingüístico de un ejercicio de desidentificación con uno mismo, un descentramiento, una práctica de marginación del yo para atender a lo otro, no lo otro divino sino lo otro que hay en uno, lo otro que somos: el vínculo entre nosotros: y en el entre yace lo sagrado. El poeta es, entonces, un casi-yo descentrado, marginado y oblicuo, como su decir.

Maillard, de este modo, y como he sugerido antes, en La tierra prometida no utiliza la escritura para mostrar ni su personalidad ni su identidad ni su singularidad como creadora. Igual que Vālmīki, oye el grito de los animales que mueren y habla desde sí misma por ellos, dejándose atravesar. Recoge su dolor para proyectarlo en la escritura y conseguir así que todos cuantos nos acerquemos al texto nos sintamos identificados con ese mismo dolor. Como la autora explica en el prólogo: “Este poema circular es a la vez un manifiesto y un memorial. También es una letanía inscrita en un rosario o molinillo de plegarias. Una letanía es un conjuro. Un gesto de la palabra. Quienes la repiten concentran en ella su voluntad, su energía” (2009b: 4).

Así pues, La tierra prometida espera del lector, más allá de la habitual lectura, su implicación, su entrega, que nos dejemos desaparecer en la voz común al decir y pronunciar el poema, que nosotros también depongamos el para hablar desde el nos. No es algo distinto a la malla que colectivamente se teje en un ritual. O incluso, a la atención, la energía que todos los asistentes proyectan sobre el escenario en un concierto. La tierra prometida procura esa misma experiencia de comunidad. Lo que Jean-Luc Nancy llamó ser singular plural

Ser singular plural quiere decir: la esencia del ser es, y sólo es, como co-esencia. Pero una co-esencia, o el ser-con –el ser-con-varios– apunta a su vez a la esencia del co-, o incluso, y más bien, el co- (el cum) mismo en posición o a la manera de esencia. Una co-esencialidad, en efecto, no puede consistir en un conjunto de esencias donde quedaría por determinar la esencia del conjunto como tal: con relación a éste, las esencias reunidas tendrían que ser accidentes. La co-esencialidad significa la participación esencial de la esencialidad, la participación a la manera de conjunto, si se quiere. Lo que aún podría decirse de este modo: si el ser es ser-con, en el ser-con es el «con» lo que da el ser, sin añadirse. […] Entonces, no el ser en primera instancia, luego una adición del con, sino el con en el seno del ser.
[…] Hablo de compasión: pero no se trata de una piedad que se conmoviera a sí misma y que se nutriese de sí. Con-pasión: es el contagio, el contacto de ser los unos con los otros en este tumulto. Ni altruismo, ni identificación: la sacudida de la brutal contigüidad. (2006: 46 y 12)

Íntimamente relacionado con la compasión de la palabra, interviene el segundo rasgo de la escritura en La tierra prometida: la repetición y el desdoblamiento. A lo largo de la obra de Chantal Maillard, aparecen diversos episodios donde la repetición funciona como engranaje y mecanismo articulatorio de la escritura. Probablemente el caso más singular lo protagonizan las reelaboraciones. Maillard toma fragmentos de la prosa de sus diarios y los convierte en poemas en libros posteriores. En Hilos, por ejemplo, la primera sección está compuesta por 24 poemas que, en realidad, son reescrituras en forma poética de partes de la prosa del diario Husos, publicado un año antes que el poemario. Estos espejos de autocitas conceden a las palabras un sentido abierto que tan sólo coagula momentáneamente en un uso concreto para después, al reubicarse en otro escenario comunicativo, cobrar un sentido distinto adaptado al nuevo instante. Con los trasvases de la prosa al poema, Maillard señala que las palabras no son conceptos, puesto que carecen de significado unívoco y cerrado. Por el contrario, constituyen, como Derrida dijo, “sustituciones infinitas en la clausura de un conjunto finito” (1989: 397). El significado se construye en el desplazamiento que las palabras hacen al saltar de un contexto a otro. Es, pues, el contexto el que otorga sentido, la relación que las palabras mantienen con las otras palabras que forman el texto. Una palabra entra en contacto con otras por contigüidad y esa relación es el detonante que desplaza el sentido. La multiplicación infinita de posibles contextos hace de las palabras cajas capaces de albergar infinitos sentidos. Del mismo modo que Jean-Luc Nancy entiende la esencia como co-esencia, Maillard entiende el sentido como co-sentido. De nuevo en palabras de Derrida:

Es el juego sistemático de las diferencias, de las trazas de las diferencias, del espaciamiento por el que los elementos se relacionan unos con otros. […] El juego de las diferencias supone, en efecto, síntesis y remisiones que prohíben que en ningún momento, en ningún sentido, un elemento simple esté presente en sí mismo y no remita más que a sí mismo. Ya sea en el orden del discurso hablado o del discurso escrito, ningún elemento puede funcionar como signo sin remitir a otro elemento que él mismo tampoco está simplemente presente. Este encadenamiento hace que cada “elemento” –fonema o grafema– se constituya a partir de la traza que han dejado en él otros elementos de la cadena o del sistema. Este encadenamiento, este tejido, es el texto que sólo se produce en la transformación de otro texto. No hay nada, ni en los elementos ni en el sistema, simplemente presente o ausente. No hay, de parte a parte, más que diferencias y trazas de trazas. (1977: 36 y 35-36)

En La tierra prometida la iteración salvaje, como si se tratara de un mantra, de la serie de adverbios no es sólo un modo de señalar el sentido abierto de las palabras. La repetición es, además, un mecanismo para congregar un cauce común de experiencia, una estrategia para concentrar la energía de aquellos que leen y pronuncian el poema. Progresivamente, repetir y volver a repetir los versos idénticos hace de la voz un instrumento, en un sentido doble. Por un parte, sentimos que la voz casi deja de articular palabras y es ya el sonido, la melodía de un instrumento, una canción, un encantamiento. Palabra que, al repetir, hace realidad, construye lo que dice. Y, al mismo tiempo, la voz es un vehículo, un instrumento de unión. La repetición en La tierra prometida consigue que el lenguaje, tal como quería Artaud:

Vuelva brevemente a las fuentes respiratorias, plásticas, activas del lenguaje, que se relacionen las palabras con los movimientos físicos que las han originado, que el aspecto lógico y discursivo de la palabra desaparezca ante su aspecto físico y afectivo, es decir que las palabras sean oídas como elementos sonoros y no por lo que gramaticalmente quieren expresar, que se las perciba como movimientos directos, simples, comunes a todas las circunstancias de la vida. (1999: 158)

El paralelismo estructural, así como otras figuras de repetición propias de los himnos sumerios, babilónicos u órficos, propias también de libros rituales como el Libro de los muertos egipcio o, incluso, de los conjuros encontrados en papiros griegos del s. I a.C.1, en definitiva, las marcas de repetición de la antigua tradición oral litúrgica y mágica son llevadas a un límite extremo en el poema de Maillard. La función es la misma. Y, sin embargo, no es la misma. No puede serlo. Recuperar el sentido del arte antes del Arte no equivale a escribir como si la historia del Arte no hubiera sucedido, como si la estética no se hubiera inventado. Maillard es consciente de que el lenguaje es al fin y al cabo una forma de representación. También es consciente y admite la muerte de la Esencia y entiende que el origen es siempre un desplazamiento. La repetición, entonces, ya no es para ella, como para otros autores posmodernos, el doble o copia de un origen irrecuperable sino la consecuencia retórica constitutiva de nuestro sistema cognitivo. De ahí que la repetición en La tierra prometida no sea la huella de una palabra velada, un reflejo o sombra, un modo indirecto de nombrar aquello esencial, por definición innombrable, como sucede en algunos textos tradicionales litúrgicos. La repetición es el modo de convocar y de hacer surgir lo que compartimos y somos entre todos. Lo sagrado es la compasión. Y por la repetición podemos llevar al límite las palabras, conseguir así que pierdan sentido, que pierdan su identidad, nuestra identidad, y que otro sentido surja, otra manera de comprender y comprendernos: como parte de todo. En Hilos, Maillard ya había escrito:

Di Infinito. Repítelo. No dejes
de decirlo, hasta que pierda
sentido la palabra infinito y
te encuentres en el vértigo
desprovisto de pértiga.

Entonces di Infinito. Pronúncialo.
Pronúncialo de nuevo,
despacio, con voluntad de sentido.
Como al principio del mundo o
del poema.
Para volver. En superficie
por un tiempo.
Para hacer el tiempo

brevemente. (2007: 56-57)

La repetición, entonces, en La tierra prometida, nos lleva a perder la identidad para ganar presencia colectiva, común y comunitaria. Entender que también somos los animales que matamos.
La iteración de la escritura así entendida nos lleva a la tercera característica de la palabra en el poemario de Maillard: su aliteralidad. En un poema titulado Escribir, incluido en el  poemario Matar a Platón, la autora dice en los versos finales:

escribir

¿y no hacer literatura?

¡y qué más da!:

hay demasiado dolor
en el pozo de este cuerpo
para que me resulte importante
una cuestión de este tipo.
                    Escribo
para que el agua envenenada
puede beberse. (2004: 89)

Escribir y no hacer literatura. ¿No hace literatura Maillard? Por supuesto que sí. En cuanto el poema se publica y entra en los circuitos literarios es así recibido: como una obra literaria. Ahora bien, la intención de no hacer literatura, confesada en Escribir y que se puede hacer extensiva a La tierra prometida, apunta al sentido que Maillard pretende conceder a su escritura y que además está estrechamente relacionado con las otras dos características analizadas. Deponer el yo para hablar desde el nosotros, entender la repetición como una pérdida de la identidad y, como en un conjuro, un modo de llamar a lo otro, los otros que también somos, conlleva evidentemente no pretender hacer literatura en el sentido en que la modernidad estética ha entendido esta expresión. Chantal Maillard recoge, sobre todo, de la tradición oriental la intención del arte antiguo o, lo que es lo mismo, una estética cargada y transmisora de un pensamiento ético. La autora entiende el arte, finalmente, como una propuesta política y social. Por eso, Maillard hace literatura, sí, pero porque la literatura así entendida sirve para que el agua envenenada pueda beberse. O para que tal vez aún apenas sea posible salvar a los animales que estamos matando. Este modo de comprender la literatura es asombrosamente parecido a lo que Roland Barthes en El placer del texto llama “la escritura en alta voz”:

En la Antigüedad, la retórica comprendía una parte que ha sido olvidada, censurada por los comentaristas clásicos: la actio, conjunto de recetas específicas para permitir la exteriorización corporal del discurso: se trataba de un "teatro de la expresión", el orador-comediante "expresando" su indignación, su compasión, etcétera. La escritura en alta voz no es expresiva, deja la expresión al feno-texto, al código regular de la comunicación. La escritura en alta voz pertenece al geno-texto, a la significancia, es sostenida no por las inflexiones dramáticas, las entonaciones malignas, los acentos complacientes, sino por el tono de la voz, que es un mixto erótico de timbre y de lenguaje y que como la dicción también puede ser la materia de un arte: el arte de conducir el cuerpo (de allí proviene su importancia en los teatros de Extremo Oriente). Considerando los sonidos de la lengua, la escritura en alta voz no es fonológica sino fonética, su objetivo no es la claridad de los mensajes, el teatro de las emociones, lo que busca (en una perspectiva de goce) son los incidentes pulsionales, el lenguaje tapizado de piel, un texto donde se pudiese escuchar la textura de la garganta, la pátina de las consonantes, la voluptuosidad de las vocales, toda una estereofonía de la carne profunda: la articulación del cuerpo, de la lengua, no la del sentido, la del lenguaje. (1998: 108-109)

La tierra prometida es, no hay duda, “escritura en alta voz”. Un poema convertido en rito pagano y posmoderno. Un gesto de la voz. Un cuerpo sonoro y musical bailando y que nos invita a la danza. ¿Lo oímos? 






Nota

1Los mecanismos de repetición conforman el andamiaje de este himno babilónico dedicado a la diosa Ishtar, donde podemos leer:

¡Que tu corazón esté en reposo, que tu alma se calme,

que el Señor Anu, el grande, suavice tu corazón,

que el Señor, la montaña grande, Bel, calme tu alma!

¡Oh diosa, soberana de los cielos, que tu corazón (esté en reposo);

Señora, reina del cielo, que tu alma (se calme);

Señora, reina del Eanna, que tu corazón (esté en reposo);

Señora, reina de Uruk, que tu alma (se calme);

Señora, reina de Zabab, que tú corazón (esté en reposo);

Señora, reina de Khurshagkalamma, que tu alma (se calme);

Señora, reina del Eturkalama, que tu corazón (esté en reposo);

Señora, reina de Babilonia, que tu alma (se calme);

Señora, mi reina, oh Nana, que tu corazón (esté en reposo);

reina de la casa, reina de los cielos, que tu alma (se calme)! (1990: 40-42)

Y en uno de los conjuros recogidos en papiros griegos, encontramos esta serie de vocales repetidas. Su pronunciación en voz alta, junto a la realización de unas prácticas que vienen detalladas en el papiro, concede a aquel que lleve a cabo el ritual un demon asesor y protector:

        a                               ō ō ō ō ō ō ō

      e e                                y y y y y y

     ē ē ē                               o o o o o

      i i i i                                    i i i i

  o o o o o                               ē ē ē

  y y y y y y                                e e

ō ō ō ō ō ō ō                              a          (1987: 54)






Bibliografía


Anónimo (1987), Textos de magia en papiros griegos (Introducción, traducción y notas de José Luis Calvo Martínez y Mª Dolores Sánchez Romero), Madrid, Gredos.

Anónimo (1990), Himnos babilónicos (Estudio preliminar, traducción y notas de Federico Lara Peinado), Madrid, Tecnos.

ARTAUD, Antonin (19991938), El teatro y su doble (trad. Enrique Alonso y Francisco Abelenda), Barcelona, Edhasa.

BARTHES, Roland (19981973), El placer del texto y Lección inaugural, México, Siglo XXI Editores.

BORRA, Arturo; GIORDANI, Laura; y GÓMEZ, Víctor (2010), “El no saber cargado de compasión” (Entrevista con Chantal Maillard), Madrid, Fundación Inquietudes.

DERRIDA, Jacques (1977), Posiciones, Valencia, Pre-Textos.
__________ (19891967), La escritura y la diferencia, Barcelona, Anthropos.

LANZACO, Federico (2003), Los valores estéticos en la cultura clásica japonesa, Madrid, Verbum.

MAILLARD, Chantal (1993), El crimen perfecto. Aproximación a la estética india, Madrid, Tecnos.
__________ (2004),  Matar a Platón, Barcelona, Tusquets.
__________ (2007), Hilos, Barcelona, Tusquets.
__________ (2009a), Contra el arte y otras imposturas, Valencia, Pre-Textos.
__________ (2009b), La tierra prometida, Barcelona, Milrazones.

NANCY, Jean-Luc (20061996), Ser singular plural (trad. Antonio Tudela), Madrid, Arena Libros.